RELIQUIAS CIENTÍFICAS
En general cuando pensamos en reliquias solemos asociarlas a cuestiones de índole religiosa pero la ciencia también tiene algunos suvenires sorprendentes.
Por Valeria Edelsztein
¿Quién no querría tener entre sus objetos preciados la manzana que supuestamente golpeó en la cabeza a Isaac Newton o el barrilete del famoso experimento de Benjamín Franklin? ¿Quién no guardaría si pudiera el diario de viaje de Charles Darwin o el cuaderno en el que Marie Curie realizaba sus anotaciones (bueno, quizás el cuaderno de Marie no porque todavía tiene restos de radiación pero se entiende la idea, ¿verdad?)?
Pues bien, resulta ser que hubo gente en la historia que no se quedó con las ganas.
El último aliento
En mayo de 1951, mientras realizaban el inventario de cientos de artículos personales de Henry Ford (sí, el Ford de los Ford) los trabajadores del museo homónimo encontraron una misteriosa caja de vidrio que, en su interior, contenía un par de zapatos, un sombrero y un tubo de ensayo vacío y sellado. Esta caja pasó a ser parte de la exhibición permanente y muchos años después, en 1978, a alguien se le ocurrió preguntarse qué tenía de especial este tubo. Algunos de los empleados del museo que habían estado el día del inventario recordaron una nota que acompañaba al extraño artículo: “Este es el tubo de ensayo que solicitaste de la habitación de mi padre”.
En realidad, esta nota nunca se encontró en los archivos pero a fines de 1980 el museo adquirió la copia de una carta de Charles, hijo de Edison, en la que explicaba que hacia el final de sus días su padre guardaba en un estante cerca de su cama ocho tubos de ensayo vacíos. Aparentemente el propio Ford, admirador y amigo del inventor, le había pedido a Charles que luego de su muerte recolectara uno como reliquia.
Así, el tubo fue expuesto con una placa que sugería que dentro de él estaba el último aliento de Thomas Alva Edison. Y nació la leyenda.
El dedo acusador
Cuando Galileo Galilei murió, en 1642, todavía se oían los ecos de su polémica con la Iglesia Católica. Para aplacar un poco los ánimos y debido, en parte, a estos “desencuentros ideológicos” (por decirlo suavemente), fue enterrado muy discretamente en un lugar poco accesible. Casi un siglo más tarde el Gran Duque de la Toscana, Gian Gastone, ordenó su exhumación para trasladarlo a un lugar más importante, vecino a la tumba de Miguel Ángel y acorde a su relevancia científica e histórica. En el proceso, algunos groupies de la época decidieron llevarse unos recuerditos: tres dedos de la mano derecha, la quinta vértebra y un diente del astrónomo.
Dos dedos y el diente estuvieron siglos desaparecidos hasta que, en 2009, fueron recuperados en una subasta. Hoy pueden admirarse (digamos) en el Museo de Historia de la Ciencia de Florencia.
Un científico en mi placar
Si de fanáticos desequilibrados se trata, debemos ubicar en el podio a Thomas Harvey, el patólogo responsable de la autopsia de Einstein. El físico de los pelos rebeldes había pedido expresamente ser cremado discretamente para no generar un revuelo periodístico post mortem, pero no contaba con la aparición de Harvey. Un cortecito acá, un tajito allá y, como quien no quiere la cosa, este señor tomó el cerebro de Einstein, lo diseccionó y se lo llevó a su casa.
Unos días más tarde le confesó el robo a Hans, hijo de Albert, y logró convencerlo de que le dejara conservarlo con la promesa de que lo usaría para encontrar la clave de la excepcional inteligencia de su padre. Hans accedió pero al Hospital de Princeton, donde trabajaba el médico, no le agradó mucho la idea de tener un ladrón de cerebros entre su personal así que lo despidió. Harvey guardó su suvenir en el sótano de la casa y se obsesionó cada vez más con su estudio, lo que hizo que su mujer lo abandonara.
Habiendo destruido su carrera y su matrimonio, a fines de los ‘70 un periodista lo encontró solo y abandonado en Kansas. Trabajaba en una fábrica de plásticos, vivía en un departamento minúsculo y conservaba el cerebro de Einstein en un tarro de cristal en la cocina.
Harvey murió en 2007 y algunos años después sus herederos finalmente entregaron el cerebro del célebre físico al Museo Nacional de Salud y Medicina.
¡Ah! Un detallecito escabroso más: durante la autopsia, Harvey extrajo los ojos de Einstein y se los entregó a su oftalmólogo personal, Henry Abrams, que también decidió conservarlos poniéndolos a resguardo durante más de 40 años en la caja de seguridad de un banco de Filadelfia.